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La celebración de Todos Santos.

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Para la cultura náhuatl, el destino inevitable del hombre era perecer. Netzahualcóyotl expresó esta visión en su poesía: la muerte es el destino común, una etapa de transición hacia algo mejor. Para los aztecas, la muerte estaba ligada a la misión de fortalecer al Sol en su combate cósmico contra las fuerzas de la oscuridad, y la ofrenda de vidas era una manera de asegurar la continuidad del mundo y la vitalidad de la naturaleza.

El culto a la muerte era esencial en la religión prehispánica. No era visto como el fin, sino como una transición que llevaba al Mictlán, el lugar de los muertos. Los rituales no perseguían una salvación personal, sino la salud del cosmos y la renovación de la vida.

Los sacrificios eran un tributo a los dioses, quienes aseguraban la prosperidad y el bienestar de la comunidad a través de estos intercambios sagrados. Además, el viaje del espíritu después de la muerte era acompañado por ofrendas de comida y objetos personales, reflejando un cuidado similar al de los antiguos egipcios.

Hoy en día, el Día de Muertos mantiene viva la influencia de estos cultos prehispánicos en lugares como Tláhuac, Xochimilco y Mixquic, en la Ciudad de México, y en la isla de Janitzio en Michoacán, entre otras regiones.

En los altares se combinan elementos prehispánicos y cristianos, como velas, incienso, y símbolos de la Virgen de Guadalupe. Los alimentos regionales, el pan de muerto, las frutas y los dulces, así como el agua y las bebidas tradicionales, representan la unión de dos mundos: el de los vivos y el de los muertos, en una celebración que honra y da sentido a la trascendencia de la vida.

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